La angustia como brújula
Durante los últimos años, los malestares
subjetivos han experimentado un aumento exponencial, entre los cuales la
angustia ha adquirido una presencia particularmente destacada, convirtiéndose
en un tema recurrente en las instituciones educativas, los espacios de salud y
los medios de comunicación. Este malestar ocupa un lugar cada vez más central,
especialmente en lo que respecta a las generaciones más jóvenes. Numerosas
campañas, informes y estadísticas sobre salud mental alertan sobre el
preocupante aumento de trastornos como la ansiedad o depresión, en cuyos marcos
interpretativos la angustia se menciona reiteradamente en los discursos
contemporáneos.
No obstante, lejos de tratarse de un fenómeno
nuevo, su proliferación como síntoma de época revela un cambio abismal en el
modo en que los sujetos se vinculan con el mundo, con los otros y consigo
mismos. Predomina una lógica normativa y estandarizada que responde desde una
mirada patologizadora y psicoestadística, reduciendo la angustia a una
manifestación individual y disfuncional que debe ser eliminada o corregida. Es
por ello que, como adolescente que convive cotidianamente con esta experiencia,
propongo una mirada alternativa, una que no despoje la complejidad inherente a
cada vivencia singular.
En lugar de patologizar el malestar, es
fundamental dar cabida a las condiciones de cada uno y comprender por qué la
angustia emerge como una respuesta ante un entorno percibido a menudo como
incierto, abrumador o carente de sentido. Así pues, la angustia constituye una
forma de expresión de la propia situación que debe ser escuchada y no reducida
a un mero síntoma. Más que silenciarla mediante soluciones pautadas, es
primordial atender lo que la angustia revela sobre las condiciones que la
generan.
En ocasiones, la angustia en los adolescentes se
agrava por una autoexigencia que parece ir más allá de lo humano, una presión
interna e incesante alimentada por expectativas tanto ajenas como propias, que
imponen la idea de fracaso en el más mínimo error. Es ahí donde entra en juego
el superyó, esa instancia psíquica que, según Freud, representa la
internalización de normas sociales, familiares y culturales. Este superyó,
además de imponer reglas, se convierte en un juez poco flexible de mandatos
silenciosos que lleva a un estado de necesidad continua, creyendo que nunca es
suficiente, ni para los demás ni para uno mismo.
La excesiva presión que cae sobre uno suele verse
como una forma de complacerse o complacer, aunque realmente resulta ser
insuficiente, arrastrándonos hacia un ciclo de angustia que pone en duda
nuestra capacidad de saber qué es lo que realmente deseamos. La cultura del
esfuerzo, de la productividad, del orgullo para los demás, nos aleja de lo que
verdaderamente nos preocupa, desconectándonos de nuestro auténtico deseo. A
diferencia de una guía serena, el superyó contemporáneo se presenta desde un
imperativo artificial: “sé feliz”, “sé exitoso”, “sé constante”, pero siempre
bajo pautas ajenas e impracticables.
En este sentido, el entorno social actúa como un
eco que amplifica el superyó, incrementando las órdenes, marcando una
competencia permanente y vigilando la imagen personal. En consecuencia, hacemos
propias las proyecciones externas, hasta evaluarnos con una dureza que excede
incluso la de los demás. Bajo estas circunstancias, el deseo inconsciente queda rechazado. Lo que
genuinamente anhelamos es aplastado por voluntades impuestas, ignorando así
nuestra ambición real, que a su vez es experimentada como un posible defecto.
Por lo tanto, como adolescente en los tiempos actuales, me pregunto: ¿cómo no
angustiarnos, si lo que con sinceridad deseamos carece de cabida en el mundo
que habitamos?
Por otra parte, esta aflicción es también fruto
del entorno familiar, lugar en el que se germina la angustia por vestirnos con
los ropajes de lo que los más cercanos esperan de nosotros. No sorprende que
muchos de los malestares psíquicos encuentren su raíz en el seno familiar, un
contexto que, en ciertos casos, sobredimensiona el mérito individual. De este
modo, desde temprana edad entendemos que hay comportamientos que serán
celebrados, mientras que otros serán desestimados, lo que nos conduce a modelar
progresivamente un yo ideal que absorbe las expectativas parentales,
inscribiéndolas como normas internas. Por eso, lejos de ser un recurso
protector, el yo ideal que nace del núcleo primario nos determina en cada
elección, acto y deseo. Finalmente, uno acaba deseando, en primer lugar,
aquello que desearon para él, o peor aún, queriendo ser el objeto de deseo del
otro.
Sin embargo, se nos tilda de “generación de
cristal”, una etiqueta que no es más que un mecanismo de desdén hacia nuestra
angustia. Se nos acusa de débiles, de no tolerar las frustraciones y de no
saber manejar la presión, pero lo que muchos no ven es que nuestra fragilidad
es la consecuencia de vivir en un mundo que ha llevado el rendimiento por
encima del bienestar, construyendo unos imperativos insaciables en el núcleo familiar y social. No somos de
“cristal”, somos una generación que está aprendiendo a dar voz y a reconocer la
sobrecarga emocional heredada y poco, o incluso nunca, trabajada. Somos una
generación que se atreve a sentir la angustia antes disimulada, por lo que la
verdadera endeblez reside en el sistema que nos ha condicionado, no en nosotros.
Quizá, entonces, considero que no se trata de
encasillar o normalizar la angustia bajo nuevas etiquetas de rendimiento
personal, sino más bien de atenderla como una señal que no encaja con la lógica
de lo esperado. Esto, además, persiste en recordarnos que hay una parte de
nosotros que no se deja colonizar y, a su vez, que no somos del todo dueños de
aquello que deseamos. En vez de apresurarnos a silenciarla y llegar a la
hiriente extenuación de uno mismo, podríamos alojarla y exteriorizarla dándole
un espacio, y aunque resulte difícil acudir a alguien y buscar apoyo, también
cabe la posibilidad de establecer un diálogo con uno mismo, donde el deseo,
aquel motor esencial, tenga la oportunidad de asomar más allá de las
performances e ideales imposibles. Posiblemente, en ese gesto de pausa, podamos
encontrar una respuesta, aunque no definitiva, porque el deseo no se deja
domesticar, pero sí, tal vez, un modo de habitar nuestra época. Así, la
angustia deja de ser un obstáculo a superar para convertirse en una brújula
insegura, pero viva.
Yaiza
Cañizares León
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